jueves, 2 de junio de 2011

De peligrosas promesas incumplidas

“…es innegable que si alguna entidad maligna ha logrado que la promesa pierda todo su valor simbólico y su nobleza intrínseca en toda la extensión de la palabra, esa ha sido la representada por los partidos políticos y todos sus esbirros, dueños plenipotenciarios del despotismo, la mentira, el cretinismo y la desfachatez.”
Rafael Toriz, El país de las promesas,
(Performance N°138, Mayo de 2011)

El ánimo incendiario que mantiene el escritor Rafael Toriz, orgullosamente xalapeño, contra los partidos políticos podría pasar desapercibido o tomarse como una simple rabieta de quien ha gozado los beneficios de las becas y estímulos institucionales, a no ser debe admitirse, porque entraña una gran verdad: la sociedad mexicana no confía en su clase política.


No en vano Toriz le llama “esbirro” a quien colabora con los partidos políticos; en los tiempos actuales pareciera que (co)laborar en un partido es sinónimo de transa, simulación, enriquecimiento inmediato y acciones orientadas estrictamente por el interés personal, por encima del interés colectivo.

Este desencanto social es el mismo que podemos encontrar en la voz pública o privada de Alejandro Martí, Javier Sicila, Alfredo Hakim, José Antonio Zúñiga, las víctimas de Celestino Rivera y miles de empresarios, intelectuales, académicos, obreros, amas de casa y trabajadores que ven las expresiones cotidianas de violencia, inseguridad e impunidad con una mezcla de rabia y tristeza. Pareciera que las promesas sucumbieron ante el peso de los hechos.

Esas multitudes tan incómodas como silenciosas claman por un retorno al sistema que prometía y se esforzaba por garantizar la estabilidad. Hablan de transparencia, rendición de cuentas, participación ciudadana, democracia de calidad y los valores a los que aspira una sociedad madura.

Sin embargo, en este preciso momento, hay quienes nunca crecieron con la idea de lo anterior.  Me refiero a los miles de jóvenes que –a fuerza de exposición- se acostumbraron a la clandestinidad, la ilegalidad, la impunidad y la violencia. 

Ellos ya naturalizaron el incumplimiento de las promesas que el sistema, en voz de los políticos y gobernantes, emitió hacia sus mayores. 

Esos jóvenes no tienen más ley que la ley de la selva ni más valores que aquellos que sirvan a sus fines. Aunque en el fondo pueden ser buenos muchachos, es difícil rescatarlos: los hechos les rebasan.

Parecieran estar fuera de la influencia positiva de la palabra; Ya no reclaman al gobierno ni claman por justicia; han aprendido a mimetizarse con su entorno, a sobrevivir a costa de lo que sea.

Explicando las causas, sin justificarlas, uno podría entender a esos muchachos. Cómo creer en las promesas vacías de un político, cuando los padres viven inmersos en dinámicas ilegales que se exhiben sin pudor a plena luz del día. No hablamos sólo de corrupción, piratería, prostitución y narcotráfico; también de evasión fiscal, tráfico ilegal de mercancías, tráfico de influencias, venta de plazas, explotación laboral, nepotismo, acoso sexual, inequidad y violencia de género. 

Ellos se agrupan de manera natural, por afinidades, sin importar el estrato socioeconómico, obtienen la legitimación social de su propio grupo y ven en él la promesa de crecimiento económico. Hay riesgo, pero también hay recompensas inmediatas.

¿Cómo confiar en un sistema que no procura capilaridad social, recompensa inmediata ni mediata al buen ciudadano, ni castigo al infractor de la ley? 

¿Es válido confiar en una promesa de felicidad y de poder, que implica el desconocimiento de las instituciones y sus valores, incluida la legalidad?

Tal vez no sea válido, pero para muchos jóvenes es tentador. Por desgracia, el entorno que les hemos legado es poco menos que deleznable. 

El incumplimiento de los políticos generó –primero- la cultura del descontento. Ahora, nos enfrentamos a un posible segundo producto: el desconocimiento factual de las instituciones y lo que representan. 

A la delincuencia organizada se le ataca frontalmente con el uso de la fuerza pública; a los que anhelan el retorno de la seguridad se les continúa prometiendo bonanza, justicia y equidad. 

¿Qué estamos haciendo para que esos jóvenes -que aún no engrosan las filas del crimen organizado- comiencen a soñar con un ideal de sociedad?

¿Cómo estamos fortaleciendo los valores democráticos y la justicia social?

¿Qué hacer cuando ya no basta una promesa?

Jacobo Castillo

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